Andrew Sarris era radical, era genial, era auténtico, era agresivo, era honesto, era único. Quizás es el periodista que mejor ha escrito sobre cine junto a Manny Farber y François Truffaut. Desde su admirada y temida tribuna en las revistas The Village Voice y Film Comment, este hijo de inmigrantes griegos creó escuela al convertirse en el pionero y máximo defensor de en Estados Unidos de la teoría de los autores definida por André Bazin y sus discípulos en las páginas de Cahiers du Cinema. Eterno rival de Pauline Kael, sus opiniones siempre brillantes y polémicas contribuyeron tanto a cimentar el clima de ruptura que acompañó al Nuevo Hollywood de los años setenta como a estimular a críticos tan insumisos como Jonathan Rosenbaum, Jim Hoberman y el enfant terrible Armond White.
El mejor escenario de Andrew Sarris, además de sus temidos artículos en prensa, fue el libro Grandes directores del cine norteamericano. La era dorada (1929-1968). Esta obra, de una lucidez extrema y extraordinariamente vivaz, asentó en Estados Unidos la concepción del cine como arte y de los cineastas como autores. Sarris examina el trabajo de doscientos realizadores desde Griffith, Chaplin, Lubitsch, Hitchcock y Ford, a Nichols, Jewison, Kubrick, Lumet y Coppola, sus puntos fuertes y sus debilidades, sus mejores películas y sus peores trabajos. El influyente pope de la crítica norteamericana no teme puntualizar la repu¬tación sobredimensionada, tampoco es contrario a elogiar a un cineasta impopular de quien él tiene una buena opinión. Los directores están clasificados por importancia, del olimpo de los directores, a categorías como casi el paraíso, menos de lo que dejan ver, discretos y agradables y seriedad forzada.